«La mujer que amé se ha convertido
en fantasma. Yo soy el lugar
de sus apariciones»
JUAN JOSÉ ARREOLA
Jane caminaba con el ritmo que marcan los pasos de quien lo ha perdido todo. Mirada al suelo, con una capucha que cubría su cabello, ahora cobrizo, recuerdo de quien ya no estaba. Los días pasaban idénticos, las horas de sueño eran el único anhelo: el lugar de sus apariciones.
I
De tez oscura y rasgos marcados, Jane era descendiente de la etnia igbo, una de las grandes tribus del sur de Nigeria, de donde había partido hacía más de diez años. Tras recorrer el viejo continente estableció su residencia en España por la razón más vieja del mundo: el amor.
Su encuentro fue casual y, como todos, fruto fortuito del destino. Jane solo necesitaba un trabajo temporal para obtener fondos y continuar su viaje; Lena llevaba meses estancada en un trabajo sin futuro para ella y solo esperaba una razón, sin saber bien cuál, para dejarlo todo.
Un proceso rutinario: Jane, nueva empleada, conoce a Lena, encargada de Recursos Humanos y se inicia una relación laboral. Dos personas dispares, lejanas la una de la otra, hasta que el primer roce produce irradiación.
Fue un frío día de otoño. No llovía, pero el viento quemaba las manos con su temperatura glacial. Jane tomó el metro sabiendo que, de nuevo, se llevaría la bronca por llegar tarde al trabajo. Sin embargo, mientras miraba ensimismada por la ventana viendo pasar a toda velocidad los nuevos anuncios que ahora emitían para mitigar la oscuridad de los túneles, vio a Lena sentada dos asientos más allá en el lado contrario
del vagón. Allí estaba, con su pelo largo y alborotado, seguramente por el viento, iluminado por su color entre rubio caoba y cobrizo. El color de su pelo siempre había llamado la atención de Jane, tenía curiosidad por conocer el origen familiar o artificial de ese tono: preguntas tontas que se hacía mientras se aburría viendo pasar las horas del reloj en la oficina. Pero su jefa era demasiado distante como para haberse atrevido nunca a hacerle un comentario al respecto.
Lena, con la boca entreabierta y las gafas sobre la frente, evitando el uso para distancias cortas, escudriñaba la página de la novela que leía, probablemente inocente de la mirada que ahora Jane posaba intensamente sobre ella. Jane la analizaba, observaba cada detalle de su rostro expectante ante lo que se le descubría a cada palabra en el libro que sostenía; cada gesto de sus expresivas cejas y cada sonido casi imperceptible para el resto de viajeros que la boca de Lena emitía involuntariamente ante un pasaje emocionante, era nítido y claro para Jane. Nunca había tenido la oportunidad de observarla con tanto detenimiento y libertad como en aquel momento. Los tres minutos que el tren tardó en entrar en la siguiente estación fueron los ciento ochenta segundos que continuarían marcando el ritmo de su historia.
A pesar de la intensidad con la que Lena leía la novela, no dejó de notar que una mirada mucho más intensa e incluso atrevida se posaba sobre ella. No quería delatar su conocimiento sobre este hecho por lo que continuó, o al menos fingió hacerlo, con su lectura, a la vez que añadía mayor drama a sus gestos. Deseaba levantar la vista y sorprender los ojos que osaban dirigirse a ella sin pudor, pero temía delatarse. Esperó a la siguiente estación, cuando la luz entró por las ventanas y los pasajeros que bajaban se cruzaban con los que querían entrar. Lena aprovechó ese instante de confusión para apartar el libro y dirigir su mirada en la dirección de la que había notado una fuerte atracción.
Las miradas se cruzaron, dos sonrisas aparecieron en la confusión de un tren en hora punta y el reconocimiento fue total.
II
Por fin decidieron verse fuera del trabajo, un par de quedadas casuales de esas que no se quieren llamar ‘cita’, aunque ambas partes lo ansíen. El primer beso llegó en el tercer encuentro. Habían quedado para verse en una de esas ‘no-citas’ casuales. Fueron al teatro y después de tomar algo se contaron secretos y confidencias, eran alrededor de las tres de la mañana cuando el cansancio empezó a ganar batalla al deseo de alargar el tiempo juntas. Vivían en dos puntos contrarios de la ciudad, pero la estación de autobuses nocturnos era la misma para todos. El autobús de Lena partía en tres minutos y Jane esperaba con ella, ya no hablaban, la aproximación de su despedida obstruía sus gargantas, ahora sus sonrisas nerviosas se gritaban mientras sus almas intentaban tocarse. Lena miraba a Jane, mientras esta rogaba a su cerebro que diera las órdenes pertinentes a su cuerpo para besarla; sin embargo, el estómago excitado y angustiado en la misma medida impedía que la orden fuera llevada a cabo. El autobús ya se acercaba dirigiéndose a la dársena donde una fila de gente impaciente ya preparaba su billete. Ellas se miraban, ajenas a su alrededor pero sin poder moverse. Lena notó el olor a gasolina quemada que anunciaba la proximidad de su vuelta a casa y estalló. De repente, su cuerpo saltó en un impulso hacia Jane, uniendo sus labios en un profundo y cálido beso. Sus almas saltaban de gozo mientras sus bocas seguían comunicándose, ya sin palabras.
A los tres meses ya vivían juntas, no soportaban estar lejos la una de la otra. Percibían la distancia como si de una cuerda atada a sus cuellos se tratara, impidiendo que se alejaran por el miedo a la consecuencia mortal que dicha cuerda ejercería sobre sus cuellos. Estando juntas sentían paz. Pasaban los meses y su unión se hacía más fuerte, sentían igual, amaban igual. Los meses se transformaron en años. Celebraciones de aniversario en las que se divertían repitiendo su no-cita del primer beso se sucedían. Recordaban aún con nervios en el estómago el tiempo que corría en su contra mientras el autobús que se tenía que llevar a Lena se acercaba.
***
Habían pasado tres años desde aquel momento, Jane y Lena volvían a casa, esta vez, con la misma dirección. De nuevo, los relojes marcaban las tres de la mañana y el autobús ya asomaba por la bocacalle. Ya se sonreían, escenificando su primer beso, fingiendo volver a esos ciento ochenta segundos decisivos que empujaron a Lena a besar a Jane. El beso del tercer aniversario se estaba creando en el impulso de Lena, mientras el destino empezaba a cambiar la versión de su historia. El autobús se acercaba a una velocidad inusual, conduciéndose en línea recta hacia la parada. Fueron tres minutos, o quizás tres segundos, los que irrumpieron en la escena del aniversario convirtiéndolo en una nueva fecha para recordar.
El autobús no frenó a tiempo, no recogió a los pasajeros impacientes por llegar a casa, aunque sí se llevó a algunos consigo. Jane despertó en el hospital, no recordaba qué había sucedido, solo preguntaba por Lena. La expresión de la enfermera que la atendía desveló a Jane su mayor pesadilla. Lena no estaba en el hospital y tampoco la esperaba en casa. Sintió desgarrársele el corazón, intentó incorporarse cayendo de bruces contra el suelo; su cuerpo aún estaba convaleciente por la operación de urgencias que a ella le había salvado la vida aunque esta salvación supusiera una condena aun mayor que la muerte.
Ese mismo día conoció los detalles: Lena estaba justo de espaldas al autobús, expuesta completamente al impacto y, a su vez, voluntaria o involuntariamente, disminuyendo el impacto que Jane recibió. Jane no conseguía reaccionar, miraba a un vacío que creía dentro de sí misma, un lugar en el que no conseguía vislumbrar ninguna sensación. Lena no estaba y ella no podía sentirla. Los médicos la informaron de que el entierro de Lena iba a tener lugar esa misma tarde por petición de sus familiares. Pese a las advertencias de estos sobre su estado de salud, Jane desatendió los consejos y fue a la ceremonia tras solicitar el alta voluntaria.
Seguía sin sentir nada por dentro, miraba a su alrededor y no era capaz de entender lo que le decían, de repente, todos hablaban una lengua ajena a la suya. La ceremonia dio comienzo y la mirada vacía de Jane analizaba el féretro que contenía los restos de Lena. Su mirada intensa ya no conseguía la atención de la de ella. El cura terminó las oraciones y era el momento de despedir a Lena. Le dieron tres minutos, Jane tenía ciento ochenta segundos antes de ver desaparecer los restos corpóreos de Lena para siempre. Se acercó a ella, miraba su pelo cobrizo, ahora apagado, su rostro sin expresión y su boca cerrada. Un rigor mortis que desfiguraba la expresión con un exceso de estatismo del rostro humano amado. Tomó su mano, quería hablarle pero el dolor la ahogaba y la asfixiaba, cerró los ojos, quería quedarse ahí para siempre. Escuchaba los pasos del cura que venía a avisarle del final de su tiempo. Pero no podía, no iba a soltar su mano, la agarraba con fuerza porque creía sentir cómo el alma de Lena aún la llamaba. Los pasos se sentían cada vez más cerca, su corazón se aceleraba y creía sentir a través de la mano inerte de Lena sus últimos latidos. La imposibilidad racional de lo que creía sentir seguramente se explicaba con las palpitaciones en los dedos de su corazón; sus propios latidos que querían alcanzar el corazón de Lena y devolverlo a la vida. De repente, el cura posó su mano en el hombro de Jane, esta abrió los ojos y observó cómo en ese instante, al final de su adiós, un destello la cegó, dejándola inconsciente. Despertó de nuevo en el hospital con la esperanza de que todo hubiera sido una horrible pesadilla. Los médicos le explicaron que su debilidad por la operación unida a la situación emocionalmente traumática que acababa de vivir la habían sumido en la inconsciencia, un método de autodefensa que utiliza nuestro cuerpo para protegerse del dolor físico y mental.
III
Tres semanas más tarde, Jane obtuvo el alta en el hospital. No sabía a dónde ir, tenía miedo de volver a su casa, pero su cansancio le impedía vagar por la ciudad y no tuvo más remedio que volver a casa. Las habitaciones estaban igual a como las habían dejado la noche que salieron a celebrar su aniversario. Jane miraba cada detalle, buscaba una razón para todo aquello. Decidió darse una ducha para despejarse e intentar dormir un poco, tal y como le habían aconsejado todos. Al fin y al cabo, el dolor solo remitía durante el sueño, cuando creía estar con Lena otra vez.
Preparándose para la ducha vio su propio rostro reflejado en el espejo. Mientras observaba sus ojeras, su expresión fatigada, vio algo extraño en su pelo. Hasta ese momento, siempre había tenido rastas, odiaba tener que domar su pelo afro y la solución de las rastas le ahorraba tiempo diario. Sin embargo, el negro ébano de algunas de estas estaba clareándose, dejando en su lugar rastas de color cobrizo.
Jane pensó que quizá el estado convaleciente en el que había estado las últimas semanas había alterado la pigmentación de su pelo. Las reacciones químicas del cuerpo humano en situaciones mentalmente extremas siempre le habían parecido un tanto inexplicables. Algunos especialistas afirmaban que los estados de ánimo pueden provocar ciertas alteraciones en el cuero cabelludo, quizá eso era lo que le ocurría a Jane. Esta idea la satisfizo como solución; además, estaba demasiado cansada como para continuar reflexionando sobre algo tan banal.
Tras la ducha, comió algo rápido y fue a su dormitorio, encontrando una cama demasiado fría y vacía. El cansancio ganó la batalla a un dolor que casi había ganado la guerra durante semanas, y Jane se quedó profundamente dormida.
En mitad de la noche se despertó asustada ante una pesadilla que, por desgracia, solo se hacía eco de su realidad. Se levantó a beber agua y, como consecuencia de ello, tuvo que ir al baño. Allí su sorpresa fue inmensa al observar que no solo eran unas rastas las de color anaranjado, sino que ese color ya casi era uniforme en toda su cabeza. Agotada aún, sorprendida y angustiada por la oscuridad aún profunda de la noche, volvió a la cama con la esperanza de dormirse pronto para mitigar el dolor con la inconsciencia que le otorgaba la narcosis natural del sueño humano.
Con los primeros rayos de luz de la mañana, Jane yacía en la cama, con la mirada perdida en algún punto del techo que contemplaba desde la cama sin encontrar las fuerzas suficientes para levantarse. Solo se concentraba en escuchar los tres sonidos que conseguían atravesar su estado de semi-inconsciencia: el tráfico de la calle, su respiración y los latidos de su corazón. En su vigilia estática, un ruido de claxon llegó desde la calle, a él se sumaron otros bocinazos de conductores enfadados e impacientes, frenazos continuos de varios automóviles que completaban la situación del tráfico matutino. Ante el repentino sobresalto provocado por el claxon, su corazón latió más fuerte volviendo imperceptible el ruido de su respiración. Un cuarto sonido se sumó a estos: a cada latido del corazón de Jane le sucedía una réplica exacta. Ahora, en posición supina, que había adoptado intentando alejarse de los ruidos del tráfico dejando la ventana a su espalda, a su oído llegaban los tonos del sístole-diástole, sístole-diástole, sístole-diástole, sístole-diástole. Una réplica, idéntica, se intercalaba en este ritmo invariable. Jane pensó que sería un déjà vu en la percepción de su cerebro cansado, más lento por todo lo que había soportado en ese último periodo.
Ante la necesidad imperante de la biología, se levanto para ir al baño. Allí, permaneció de nuevo anonadada ante el espejo por el cambio en la pigmentación de su cabello. De pie ante su reflejo, escuchó los latidos y las réplicas que le llegaban desde el interior de su pecho. Sus palpitaciones se aceleraban ante cada réplica, acelerando a su vez el ritmo de la réplica. No entendía nada, necesitaba salir, despejarse y, quizá,
regresar a la tumba de Lena. Sentía la terrible necesidad de hablarle, aún sabiendo la angustia del diálogo a una sola voz.
Salió de casa perseguida por el sonido de la réplica constante, cubrió su cabeza al observar que los transeúntes posaban su mirada en su cabello, de un color ya completamente cobrizo, que contrastaba con su piel del color del ébano pulido. Corrió, acelerando sus latidos, quería llegar al cementerio, quería visitar a Lena, quería cerciorarse, de nuevo, de que todo era real. La asimilación de la realidad golpeándose con los elementos tangibles que ritualizan las etapas vitales que arrebatan seres respirables y exhaladores, ofreciéndonos a cambio inertes piedras y memorias compartidas ahora renqueantes.
IV
Cruzaba corriendo las calles, esquivaba en su estampida a las personas que se dirigían a
cualquier lado siguiendo con sus vidas sin sospechar siquiera el lugar al que se dirigía Jane. En las grandes ciudades, la gente no es capaz de observar la tristeza de una mirada, todo se atribuye a lo inabarcable de una metrópolis donde la gente se cruza, rozándose, sin sentir nada.
Jane sudaba, pero se trataba de un sudor frío, que le hacía temer desmayarse en cualquier momento por las calles ante desconocidos que temerían, a su vez, acercarse a ella desconfiando de lo real de su desvanecimiento. Por fin, llegó al cementerio, allí ya no corría, su cuerpo relajaba el ritmo de su respiración ante el silencio de un lugar donde hay almas que descansan mientras otras, atormentadas, visitan periódicamente buscando esa misma paz. Se acercó a la tumba, el nombre en relieve de Lena sobre la lápida le provocó un grito ahogado, solo contenido por la presencia de otras personas que, también con dolor,
visitaban aquel lugar sagrado. Jane seguía escuchando su corazón, ahora más fuerte ante la visión de su
pesadilla. No sabía qué hacer allí, quería hablar pero no conseguía articular palabra y se sentía culpable por no haber llevado una ofrenda, una muestra de respeto ante un alma que la observaba desde alguna parte. «Como si Lena fuera a quejarse por ello» se le escapó en un murmullo.
Cerró los ojos, intentando imaginar la expresión de Lena, llena de luz y vida, mientras los latidos de su corazón seguían bombeando sangre a su cerebro obnubilado. Apoyó su mano sobre la lápida fría, sin abrir los ojos recorrió cada letra en relieve, notó el frío del metal sobre la piedra marmórea. Las lágrimas brotaron de sus ojos, Jane quería gritar, golpear la lápida, batirse en duelo con ese ser omnipresente y poderoso, bajar a los infiernos y no volver la mirada para arrebatarle así al inframundo el alma de Lena.
Lloró hasta quedarse sin aliento y su corazón siguió latiendo replicado, cada vez con menos fuerza. Agarrada a la lápida, sin volver a abrir los ojos, aguardó su regreso.
*Versión revisada y editada de la publicada en #Lemiaunoir en Agosto de 2017, https://www.lemiaunoir.com/las-replicas-del-corazon-melina-marquez/
留言